A veces uno va a ciertos sitios con la escopeta cargada. La fama, la ubicación, el momento... y eso fue lo que me pasó con este restaurante. Esperaba encontrarme un restaurante de esos que los "entendidos" llaman de cocina mediterránea o de cocina de mercado que habitualmente enmascaran una cocina vulgar y/o una carta aburrida y que siempre contiene las mismas cosas que despiertan en mí el más absoluto desinterés. Me equivoqué. Lo confieso. Me equivoqué y disfruté sin resquemor ni recato de todas las cosas disfrutables que pasaron por mi plato y por el de mi acompañante. Un solo pero, la tortilla de patata con almejas, sabrosa y apetecible, adolecía de que parte las patatas estaban poco hechas, en ese punto en el que al morderlas te explican lo que significa casi crudas. El único pero, porque la selección de casquería que tuve el inmenso placer, casi éxtasis, de saborear a continuación casi me hizo olvidar la tortilla, e incluso el paso del tiempo. Sesos, exquisitos, criadillas, sublimes y unos muy apreciables riñones visitaron fugazmente mi plato. Mi acompañante disfrutó de un atún a la plancha que, a juzgar por sus comentarios, resultó tan sabroso y apreciable como esperaba. Bien el postre, precio alto "ma non troppo", magnífico el servicio y muy cómoda la terraza cerrada en la que comimos. Pero no sería justo conmigo ni con el restaurante si no mencionase que entre plato y plato te ponen delante una cajita de madera que contiene una mantequilla casera absolutamente memorable, tanto, tanto que cunado el camarero al traer el segundo plato alargó el brazo para retirarla estuve a punto de abalanzarme sobre él y arrancárselo de cuajo. Cosas de la civilización, no lo hice y aún lo lloro. Para comer como un obispo, pagando como un obispo.
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